También existe una Argentina que invita a quedarse
La creatividad, el talento y el espíritu emprendedor resisten; contra viento y marea, hay un país que no baja los brazos y apuesta al futuro con optimismo
Hay una buena noticia: la creatividad, el talento y el espíritu emprendedor resisten en la Argentina. El Estado y la política no han podido derrotarlos; al menos, no del todo. Contra viento y marea, hay un país que no baja los brazos y apuesta al futuro con optimismo. Más allá de lo que eso implica en términos de empleo, producción y crecimiento en algunas áreas de la economía, tal vez sea el mayor capital simbólico y anímico con el que cuenta hoy el país. Significa que el derrotismo no ha ganado la batalla. Significa que al menos sobrevive algo (tal vez más de lo que creemos) de aquel espíritu de progreso, de innovación y de búsqueda que caracterizó, históricamente, a las clases medias.
La Argentina es uno de los países en los que más han crecido la inversión en las empresas tecnológicas emergentes o startups, según explicó Andrés Oppenheimer, con cifras actualizadas, en su última columna en La Nación. Parece un dato frío, de relieve apenas estadístico, pero revela que, debajo de los escombros de una economía exhausta, late todavía una esperanza. La aportan jóvenes innovadores, que alejados quizá de los microclimas que alientan el pesimismo, se animan a pensar nuevos proyectos, arriesgan pequeños ahorros y se atreven a asumir el desafío de construir algo distinto. Es cierto: representan una foto parcial y no reflejen la tendencia dominante. Pero forman parte de un fenómeno que existe, y que vale la pena destacar porque pueden ser el germen de un futuro mejor.
En la llamada economía del conocimiento, asociada –fundamentalmente– a los desarrollos tecnológicos, la Argentina tiene futuro, pero también tiene presente. Si el Estado no se empeñara en desalentar, sino en incentivar; y si en lugar de imponer trabas y cepos, abriera caminos de financiación (que hoy no existen) e impulsara políticas de estímulo, esa actividad podría convertirse en un poderoso motor del desarrollo económico. No es, sin embargo, el único sector que podría empujar una gran reactivación. En la industria agropecuaria –que es la gran “vaca viva” de la Argentina– también hay enormes reservas de innovación y creatividad. Cualquiera que vaya hoy a un campo del interior bonaerense, cordobés o santafesino se encontrará con una actividad tecnológicamente sofisticada, que puede competir de igual a igual con campos de Illinois o de Carolina del Norte. Hace pocos días, leímos las crónicas de Cristian Mira desde Expoagro, en las que se informaba que este año, en pleno proceso recesivo, se hicieron en esa exposición negocios por valores récord: más de US$1500 millones en ventas de maquinaria agrícola. Hablar con productores nucleados en Aapresid (la asociación que agrupa a los promotores de la siembra directa) es conectarse con un lenguaje moderno e innovador, un espíritu ambicioso y una apuesta al futuro. La misma sensación se tiene al hablar con las nuevas generaciones de productores nucleados en la Rural, en Carbap o en otras tantas entidades.
Tal vez porque no pueden meter sus campos en un barco y marcharse de la Argentina, los productores agropecuarios son hacedores que apuestan, naturalmente, al futuro del país. Estigmatizados muchas veces desde el poder, atropellados y esquilmados por la voracidad impositiva, son ejemplo de una resiliencia que también forma parte del mejor capital de la Argentina. Si algo ha hecho que el derrotismo no gane la partida, y que todavía sobrevivan el ánimo emprendedor y el espíritu de progreso, es la capacidad de adaptación y la fortaleza innata de una sociedad que ha sabido sobreponerse, una y otra vez, a crisis tan profundas como multidimensionales.
Por supuesto que esa energía creadora y esa misma fortaleza se ven debilitadas en medio de la incertidumbre. La acumulación de fracasos, la pérdida de marcos normativos y de valores compartidos conspiran todo el tiempo contra la esperanza colectiva. Pero ver que las dificultades y la desazón no se han devorado todo es ver una luz al final del túnel.
La capacidad de construir en medio de la inestabilidad parece habernos aportado a los argentinos una habilidad singular. Nuestra natural vocación para el trabajo en equipo, para los vínculos humanos y para forjar proyectos en familia o con amigos también parecen marcar la diferencia. La herencia de una educación de calidad, la identidad de una clase media que, aunque muy castigada y empobrecida, conserva valores y ambiciones constitutivas también son activos que sostienen una base desde la cual es posible imaginar un mejor futuro.
Es cierto que la Argentina ha demostrado, también, una gran capacidad para dañarse a sí misma. Se ha desmantelado la educación pública, se han degradado las instituciones, se han cavado trincheras que atentan contra la convivencia. También se han socavado valores esenciales, como el de la ética pública. Que en medio de semejante debacle sobreviva, entre las generaciones intermedias y las más jóvenes, una vocación por el futuro es algo que nos reconcilia con la esperanza. Por supuesto que muchos jóvenes ven el porvenir con un fundado escepticismo. Es natural que sus padres transmitan esa misma sensación. El paisaje que los rodea no parece alentador ni propicia las oportunidades. Eso los empuja a imaginar su destino fuera del país. Sin embargo, existe también la Argentina de los unicornios, donde una gran cantidad de jóvenes no solo pueden encontrar trabajo sino también proyectos estimulantes. Existe la Argentina de Máximo Cavazzani, que empezó programando aplicaciones con un celular desde su cuarto y hoy tiene una empresa de videojuegos que opera a escala global.
Existe la Argentina que fue pionera en la siembra directa y revolucionó la agricultura. Existe la Argentina de vanguardia en desarrollos genéticos, y también la que se anima a invertir en proyectos turísticos innovadores (como se ve en provincias como Mendoza, Neuquén, Salta, Jujuy y varias otras) y en la industria gastronómica. Así como existe la tragedia de varios conurbanos, existe el potencial de ciudades como Tandil, que han sabido consolidar polos tecnológicos y centros de innovación. Pero existe, además, otro capital esencial: sigue viva la confianza en nosotros mismos.
El fenómeno de Santiago Maratea, que supo crear desde su teléfono una usina de gestión solidaria, revela un fenómeno estimulante. Con una colecta récord para ayudar a Corrientes (150 millones de pesos para combatir los incendios y paliar sus secuelas), Maratea no solo fue vehículo de una fenomenal asistencia económica, sino de algo que no tiene precio, pero sí inmenso valor: demostró que hay un sector de la sociedad dispuesto a creer, a ayudar, a movilizarse por una causa común. Es otro síntoma de vitalidad, pero también de solidaridad y de convicción que laten con fuerza en el tejido social. Las ideas, la creatividad y la eficacia que les faltan a los gobiernos siguen vivas en la propia sociedad.
El poder mira con desconfianza a Maratea y seguramente con indiferencia a muchos hacedores e innovadores. A la mesa presidencial se sienta Pablo Moyano; no Máximo Cavazzani. Hay una colección muy sólida de argumentos para mirar el presente y el futuro de la Argentina con preocupación y pesimismo. Pero también hay razones muy fuertes para imaginarlo con expectativas y esperanzas. Es mucho lo que hemos perdido; otro tanto lo que hemos dilapidado. Pero vale la pena examinar nuestras reservas (no las del Banco Central, sino las que se conservan en el ánimo y el corazón de la sociedad), para convencernos de algo fundamental: el futuro no es una batalla perdida.
A los miles y miles de jóvenes que piensan en emigrar, tal vez debamos hablarles de ese capital que todavía sobrevive, y que ellos mismos ayudan a conservar. No se trata de transmitirles un optimismo sin fundamentos; tampoco de “vender” voluntarismo ni “espejitos de colores”. Tal vez se trate –sí– de hablarles de ese país que está por encima de sus dirigentes, de sus gobiernos y de su propio deterioro. Hay una Argentina que no se rinde. Vale la pena reconocerla.
Fuente: La Nación