Argentina frente al drama climático
Eduardo Sguiglia economista y escritor, Ex subsecretario de Asuntos Latinoamericanos.
Argentina contribuye al calentamiento global. En menor medida que China, Estados Unidos, India, Rusia y Japón. Un quinteto de naciones que originó, junto a la Unión Europea, el 70% de los gases de efecto invernadero que produjo la actividad humana en los últimos años.
Aun así, las consecuencias universales de este fenómeno, de no ser detenido a tiempo, serán irreversibles y dramáticas para los habitantes de nuestro país y de todo el planeta.
Cabe señalar que el impacto negativo que provocan estos gases en la temperatura y posterior cambio climático se advirtió hace mucho. En especial, la emisión de dióxido de carbono (CO2) que implica el uso de petróleo, carbón y gas para generar energía.
Sumado a la tala infinita de árboles. Porque sus partículas se acumulan en el aire durante décadas y absorben el calor que irradia la Tierra, como si fueran el techo de un invernadero, para volcarlo después en una o en varias regiones.
Con la consiguiente sucesión de tormentas, destrucción del hábitat, inundaciones, sequías y deshielos muy fuertes, impredecibles y extremos.
Sin embargo, recién a fines del siglo pasado la comunidad internacional empezó a discutir las formas de evitar estos daños que, según algunos científicos, habrían influido también en la raíz de la presente pandemia.
En 1988, nació el Grupo de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas. En 1997, se aprobó el protocolo de Kioto que comprometió a las economías industrializadas a reducir las emisiones.
Y luego, en diciembre de 2015, cuando los informes revelaron que la temperatura promedio era un 1°C superior a la del período preindustrial (1850-1900) y de por sí constituía una amenaza, se firmó en París el histórico Acuerdo que lleva su nombre.
El Acuerdo subraya en sus veinte páginas la responsabilidad de las naciones avanzadas. A la vez que destaca la necesaria cooperación financiera-tecnológica con los países de menor desarrollo para disminuir los riesgos y los efectos del cambio climático. Y, si bien deja en manos de las partes la elaboración de estrategias, establece tres objetivos de suma importancia.
Uno, mantener en este siglo el aumento de la temperatura media de los mares y de las tierras por debajo de 2 °C con respecto a los niveles preindustriales. Dos, proseguir los esfuerzos para limitarlo a 1,5 °C. Y, por último, reducir a mediano plazo las emisiones netas de CO2 a cero. Es decir, que la cantidad de dióxido de carbono que entra a la atmósfera debe ser igual a la que sale.
Propósitos que no solo obligan a balancear las fuentes de emisión de CO2 con sumideros artificiales y naturales como selvas y océanos. Sino que además cuestionan la cultura de las sociedades modernas. Porque todas las cosas que hoy funcionan en base a los combustibles fósiles tendrán que ser alimentadas en el futuro de diferente manera: automóviles, centrales eléctricas, laboratorios, barcos, cementeras, ómnibus, petroquímicas, aviones y siderúrgicas, entre otros.
Los gobiernos están atrasados en relación con lo dispuesto en aquella reunión de París. Pese a esto se han conocido varias iniciativas de fuste. Por ejemplo, la fabricación de autos eléctricos y estaciones de carga que promueven China y la nueva administración de Estados Unidos.
La obtención del llamado hidrógeno verde, un combustible inocuo más poderoso que la nafta, que se planea obtener en grandes cantidades y a bajo precio en Alemania, Australia, Chile y otros sitios de Asia y Europa.
O bien, la decisión de priorizar el apoyo a las actividades ecológicas que tomaron los principales bancos y fondos de inversión en fecha reciente. En particular, a aquellos proyectos que tendrán por fuente al sol, el viento y las corrientes de agua.
Argentina debe asumir su rol en este gran desafío. Porque su producción de bienes y servicios es una de las más contaminantes de América del Sur. Y, además, distintos estudios demostraron que las modificaciones climáticas ya se han manifestado en la zona.
Habida cuenta de que subió la temperatura en la Patagonia y se registró una variación preocupante en el régimen de lluvias y sequías de Cuyo, el Litoral y la Pampa Húmeda. Los estados nacional y provincial cuentan con el marco jurídico necesario para abordar el problema. Y, en sintonía con el Acuerdo de París, se acaban de formular una serie de compromisos ambientales que serán presentados en la próxima cumbre de Glasgow.
No obstante, sería conveniente que los programas energéticos consideren que el mundo ha comenzado a transitar hacia un abastecimiento limpio y renovable. Y también, que en el plano local abundan las posibilidades de capturar o nivelar las emisiones de carbono y otros gases nocivos.
A través de extender, por caso, la elaboración y el uso de biocombustibles, mejorar la eficiencia en la aplicación de fertilizantes, prevenir los perjuicios que puedan provocar la extracción de nuevos materiales como el litio y proteger los bosques nativos. Aparte de multiplicar las plantaciones forestales conforme a la ley 25.080 que impulsamos un equipo de funcionarios años atrás.
Afrontar la crisis climática supone planificar a largo plazo. Y cumplir las metas de manera cabal. Dos acciones que en nuestro medio cotizan en baja. Aunque en esta cuestión es vital esmerarse sin pausa. Acaso para que nadie de las próximas generaciones, remedando a un célebre cuento, registre en sus notas: cuando desperté, el desastre todavía estaba allí.