Cuando la magia de la electricidad desbancó al gas en el alumbrado público
De las velas a las usinas eléctricas, los países del mundo pasaron por un largo proceso hasta llegar a la iluminación que conocemos en la actualidad.
¿Qué ocurriría si la humanidad se quedase sin luz y se sumergiese en la penumbra? Seguramente, como especulaba Isaac Asimov en un relato, viviríamos un drama de consecuencias incalculables. La mejora de la calidad de vida tiene que ver con que nuestros quehaceres cotidianos cuenten con una adecuada iluminación.
El trabajo, la vida en el hogar o el ocio necesitan de luz. La historia que presentamos tiene que ver precisamente con esto, con algo tan humano como renovarse o morir y con la transformación que han experimentado nuestras vidas en los últimos doscientos años.
Hace algo más de un siglo, una fuente de energía vital hoy para nosotros, la electricidad, vino a ocupar el lugar de la dominante hasta entonces, el gas. Primero, en el alumbrado de las calles y, más tarde, en los hogares. Fue un proceso vinculado al cambio tecnológico. El gas iluminó las ciudades occidentales durante el siglo XIX. El siglo XX fue el siglo de la electricidad.
Gas para iluminar calles, cafés y teatros
El gas se introdujo en el mundo desarrollado en la segunda década del siglo XIX, primero en Reino Unido y después en Francia, Bélgica y Estados Unidos. Al resto del continente europeo llegó unos años más tarde. Hasta los años sesenta, este combustible se usaba casi exclusivamente en el alumbrado de las calles. A continuación, lo adoptaron los comercios y los establecimientos de ocio, como cafés y teatros.
La iluminación en los hogares (todavía un bien de lujo) tardó tiempo en consolidarse, incluso cuando aparecieron los primeros aparatos domésticos, como las cocinas, calentadores o estufas de gas, a los que solamente tenía acceso la gente con mayor capacidad adquisitiva.
La electricidad apareció en las ciudades de Estados Unidos a principios de los ochenta del s. XIX. Poco tiempo después, desembarcó en Europa. La inauguración por parte de Thomas A. Edison de la primera central eléctrica en Pearl Street, Nueva York (1882) marcó un antes y un después.
La electricidad toma el relevo
Hasta finales del siglo XIX, gas y electricidad mantuvieron una relación “amistosa”, porque esta todavía no era competitiva. Era demasiado cara y la corriente continua dificultaba su uso en las viviendas. Pero entonces llegó el cambio: se abarató la producción y distribución de energía eléctrica y comenzó a amenazar la cómoda posición del gas.
El gas contaba con un as bajo la manga: la aparición de varios inventos alargaron su vida útil y le sirvieron para sobrevivir unas décadas más. Pero al entrar el siglo XX, la electricidad comenzó a ganar terreno rápidamente, sobre todo en el alumbrado. Arrinconó al gas en los usos domésticos, como la cocina, la calefacción o el baño. El relevo estaba casi listo.
Los ciudadanos percibían que, tarde o temprano, la iluminación de las calles terminaría siendo monopolizada por la electricidad debido a la calidad indiscutiblemente superior de su luz. El nuevo sistema era más eficiente y la iluminación de mayor calidad. Su resplandor fascinó a la gente, deseosa de sustituir un sistema que consideraban atrasado por otro que era símbolo de modernidad.
Una luz mágica y limpia
La luz eléctrica despedía un halo de magia. Era la primera iluminación que no requería ser encendida (como ocurría con el gas, y antes con las luces de carburo o petróleo) y no producía malos olores ni humos.
Los centros de las ciudades fueron los primeros espacios alumbrados con electricidad. Las actividades de ocio, como los teatros, fueron pioneras en su instalación, además de los negocios de prestigio (hoteles) y las viviendas de la clase pudiente. En Nueva York, Broadway era conocida como la Great White Way debido a su profusa iluminación.
La magia de la luz parecía adictiva. Conforme se extendía por las ciudades, la sociedad demandaba que hubiese más calles alumbradas con lámparas y farolas eléctricas. Los transportes también ayudaron, porque los tranvías (hasta entonces tirados por mulas) se electrificaron gracias a la introducción de los motores eléctricos a finales de los años 90 de aquel siglo.
El perfeccionamiento de la lámpara de Edison permitió a la electricidad soñar con entrar en los hogares. No fue un proceso sencillo. La electricidad seguía siendo cara (como ahora) y las empresas de gas no estaban dispuestas a morir sin luchar. Así que, mediante campañas publicitarias, intentaron mostrar sus cualidades y las desventajas de la electricidad.
La guerra, el empujón definitivo
Y llegó la Primera Guerra Mundial. La batalla por el alumbrado continuaba. La electricidad todavía no había conseguido imponerse. Pero el conflicto tuvo un impacto muy negativo sobre el gas ciudad, sobre todo en Europa. La materia prima con que se fabricaba (la hulla) escaseaba y su precio se había disparado.
En cambio, la electricidad en esos años se obtenía a partir de saltos de agua, que requerían unos costes iniciales elevados, pero, a la larga, resultaba más económica de producir y de vender. Solamente se necesitaba un sistema de transporte barato: las redes de alta tensión, que se comenzaron a construir a finales del siglo XIX.
Tras la guerra, el gas comenzó a perder posiciones. Las empresas eléctricas conquistaron definitivamente el alumbrado urbano y el gas quedó acorralado en los hogares (cocina, calefacción, agua caliente).
Finalmente, durante los años veinte y treinta, las compañías eléctricas experimentaron un proceso de concentración mediante fusiones. Esto les permitió dominar el sector energético durante el resto del siglo, a pesar de la aparición del gas natural tras la Segunda Guerra Mundial, que nunca se usó en el alumbrado. Pero esa es otra historia.
Fuente: La Nación