Sin gas en invierno y sin electricidad en verano, la cara más cruda del populismo energético
Desde 2009, con la llegada de los primeros barcos de GNL, la Argentina se convirtió en importadora de combustible; se adelantaron los fríos y el sistema quedó al límite.
Desde hace muchos años, los barcos de gas natural licuado (GNL) que vienen a descargar a los puertos de Escobar y antes, de Bahía Blanca, cumplen un metódico procedimiento. Se aproximan a las aguas jurisdiccionales argentinas pero, elementos de navegación en mano, no ingresan y se mantienen al límite. Allí permanecen quietos hasta que el dinero de la compra se acredite en la cuenta de las enormes compañías que venden el combustible. Una vez que los dólares ya sonaron en la caja, vuelven a navegar y recién entran a la jurisdicción criolla. ¿El motivo? La desconfianza y la falta de crédito que cosechó el país desde que se convirtió en importador de gas, allá por el invierno de 2008. Contado efectivo.
La anécdota sirve para ilustrar que la historia del corte del suministro es apenas una muestra de un sistema que está al límite y que cualquier situación adversa, por mínima que sea, puede ser irremediable para los servicios públicos, no sólo para el gas. Esta vez se trató del frío anticipado, 10 grados menos que la misma semana del año pasado, y un barco que tardó en amarrar. Sí, unas pocas horas de un barco que no tuvo el pago en tiempo y forma, causó el corte en las estaciones de GNC y en una porción importante de la industria.
Ahora bien, ¿es posible entender cuándo se empezó a gestar esta emergencia que impide producir, calefaccionar, entregar una ducha caliente y cargar combustible al mismo tiempo cuando la temperatura baja? La respuesta es sí, cuando allá por 2003 y 2004 se empezó a militar el llamado populismo energético. Entonces, el primer kirchnerismo entendió que bajar los servicios al punto de regalarlos era un enorme negocio electoral. Los precios se congelaron, la factura se pagaba sin ningún dolor, la demanda aumentó y la inversión se frenó a poco más de cero.
Desde hace tiempo llegaron tiempos críticos no solo para el sistema energético. Si hace frío, se corta el gas; si hace calor, la electricidad. Si llueve, hay inundaciones; si el Estado no pone la plata, no hay colectivos y si hay una pequeña falla humana, chocan los trenes producto de la desinversión en sistemas de emergencias para menguar el riesgo.
No ha sido fácil explicar una crisis invisible y, de hecho, la política jamás logró poner el tema en consideración. Pero la secuencia podría resumirse así. La Argentina dejó de pertenecer al selecto grupo de países con soberanía energética en 2009, de la mano de las presidencias del matrimonio Kirchner y de sus gestores Julio De Vido, Roberto Baratta y Guillermo Moreno. Ese estatus lo había conseguido en 1989. Desde 1907, cuando se descubrió el petróleo, a 1989 la Argentina no tuvo autoabastecimiento de crudo, salvo un período corto en la presidencia de Arturo Frondizi. En 1989 recién se logró ese hito, que se mantuvo 20 años.
Entre las décadas del 70 y el 80 se dio lo que podría llamarse la revolución del gas a partir del descubrimiento de Loma La Lata. Se construyó infraestructura de transporte y se sumaron millones de hogares a la red. De acuerdo a los datos del libro Dos siglos de Economía Argentina, cuyo director es Orlando J. Ferreres, la Argentina tenía conectados 2 millones de usuarios entre 1975 y 1976, cuando se descubrió el yacimiento que llegó a triplicar las reservas de gas existentes. Ese número pasó a 4 millones en 1989 y a 5,9 millones en 2000. Según relevamientos oficiales, compilados en Datos Argentina, en los últimos 21 años se llegó a 8,5 millones de usuarios frente a las estimaciones de que existen 13,7 millones de hogares.
Desde 2009, el país empezó a depender de combustibles importados. Al inicio, en la ventana del invierno, cuando las temperaturas disparan la demanda de gas domiciliario. Las tarifas congeladas y la falta de inversión al no haber un sendero de precios generaron un efecto pinza. Por un lado, se disparó la demanda (cualquier producto barato se consume más); por el otro, declinó la producción, o por lo menos no siguió en los niveles necesarios.
Mientras tanto, la inversión privada cayó fuerte ante la falta de precios del producto a vender. En paralelo crecía otro fenómeno: varios funcionarios del kirchnerismo empezaron a ver en la importación de combustibles o en la obra pública grandes negocios. Los ojos se llenaron de pesos mientras el parque se deterioraba.
Sin planificación, la emergencia se apagaba con dólares, al punto que en 2021 se llegó a tener una cuenta de subsidios a la energía de alrededor de 10.000 millones de dólares.
Un ejemplo para entender. En 2003, cuando asumió Néstor Kirchner, cortó los contratos de provisión de gas que estaban firmados con Chile. Fueron épocas de reuniones continuas entre la ministra de Minería y Energía, Karen Poniachik, y De Vido. Nunca hubo acuerdo.
En 2004, Chile decidió cortar los lazos energéticos con la Argentina. Llamó a licitación y construyó una planta de licuefacción para convertir el gas licuado en gaseoso. En 2009 se enchufó el primer barco a la planta que tiene un muelle de 1900 metros de largo, una altura promedio de 12,5 y un calado de 24 metros. Además, se construyeron tanques para almacenaje cuestión de comprar a largo plazo y poder mejorar los precios.
Unos meses antes de que se terminaba la planta chilena sobre el Pacífico, en Bahía Blanca anclaba el buque regasificador Exemplar. Llegó para atender la demanda de gas en un invierno frío. Desde aquel 30 de mayo de 2008 pasaron 3800 días con el barco en la amarra hasta que, en octubre de 2018, finalmente partió. Durante ese tiempo, el Estado pagó por su alquiler y operación, 1262 millones de dólares. A menos de dos años de su partida, y sin obras que mejorana la situación, regresó.
En esa década, a su lado, amarraban otras embarcaciones, los tanques. Traían centenares de metros cúbicos de GNL en sus bodegas. Apareados en el agua, se iniciaba el pasaje de una embarcación a otra. Mientras el combustible entraba a la red, miles de millones de dólares se iban al exterior. Se pensó para unos meses y, de hecho, el primer año recibió seis cargas; cinco años después, en 2013, esa cuenta cerraba en 42. Fue una conjunción perfecta entre negocios millonarios y necesidad.
Así, las obras jamás llegaron. En la presidencia de Mauricio Macri se entregó precios a los productores de gas y aumentó la producción en Vaca Muerta. Pero claro, había que transportarla. Aquella administración terminó su último año en medio de un ajuste, un nuevo congelamiento de tarifas (a partir de marzo de 2019) y un freno de las obras necesarias.
Alberto Fernández tardó dos años en empezar el gasoducto Néstor Kirchner. Decidió hacerlo con fondos públicos, pese a ser la única obra que podría haberse solventado con dinero privado. Prefirió esa opción. Empezó tarde y terminó la primera etapa el año pasado. Pero las restricciones de dólares en 2023, y el foco en la campaña, postergaron las plantas de compresión, con la que se duplica la capacidad actual.
El gobierno de Javier Milei llegó a paralizar la obra pública y luego, después de equilibrar las cuentas, priorizar unas pocas. El frío le impuso las condiciones en materia de gas y tuvo que salir a comprar tranquilidad y combustible de urgencia, pese al bolsillo de cocodrilo del ministro de Economía, Luis Caputo. Un pago se retrasó unas horas. Y faltó gas.
Fuente: La Nación